“Lo bueno de las personas obsesivas es que consiguen todo lo que se proponen, desde luego”, decía mi psicoterapeuta hace unos años cuando le contaba mis viajes y peripecias buscando a todos mis ídolos.

Podía haber salvado el mundo de habérmelo propuesto, pero nunca me concentré en él. Siempre viví concentrada en causas inútiles, como una peregrinación a la tumba de Truffaut, cartas anónimas a Bora Bora, la buhardilla de Henry Miller en Saint-Germain-des-Prés, un estreno de Godard en Cannes, las casi 90 novelas de Balzac, un encuentro fugaz con Houellebecq en San Sebastián… Una idolatría casi enfermiza dirigía mi vida desde que nací, y el fetichismo que la dominaba era tan fuerte como el amor. Igual que una mujer enamorada, yo me mantuve siempre indestructible junto a todos esos autores y todas esas obras suyas que amaba.

Por eso, cuando hace unos días, yo encargaba un póster de Lucía Seles en una imprenta de la Avenida Kansas City en Sevilla (“Kansas City…”. Pensé que era un sitio ultra romántico para encargar mi póster), entre muchas dificultades y en medio de una discusión sobre píxeles y resoluciones, dije:

-Necesito ese póster o me moriré. Y me moriré por unos cuantos píxeles sin importanc…

Y así fue como conseguí mi póster de 3×1,70 metros con algunos píxeles sin importancia. Gracias a todas las personas tan comprensivas que me ayudaron, especialmente al conductor del autobús del aeropuerto, que me recogió con mi póster en la autovía en plena huelga de taxis y a 40 grados… Desde ese momento, supe que amaría y respetaría para siempre a los conductores de todas las líneas de autobuses del mundo.

Durante este último tiempo, todas mis fuerzas nerviosas se centraron en Lucía Seles. Escuché sus canciones, revisé sus películas, retomé la literatura victoriana y leí poesía argentina. Escuché podcasts de música clásica y, hasta, el disco completo de Guitarra Romántica de Mario Parodi. Disfruté sola en trenes, descampados y polígonos industriales e, incluso, pensé en tomar unas clases de guitarra clásica, pero, aunque mi entusiasmo era infinito, no me daba el tiempo para más romanticismos. Me volvió loca Parodi, desde luego que sí.

Definitivamente, Lucía Seles y yo éramos espíritus casi gemelos. La visión que teníamos de la realidad estaba tan hecha a nuestro antojo y capricho que, prácticamente, la verdadera realidad ya nos era innecesaria.

Por eso, yo tenía un plan con Lucía Seles, y ya no había vuelta atrás: un encuentro privado con ella en cualquier confitería del mundo era un estímulo irresistible para mí. Sabía de las dificultades que me encontraría, claro, siempre hay algún fragment de realidad que lo arruina todo, pero también sabía que salvaría todas esas dificultades, porque no existe nadie más segura que yo, excepto Lucía Seles, y porque como ella, “io solo creo en mi”.

Oficinista en Levy Pants.

(Fotografías de: Antonio Cadenas)

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